viernes, 19 de febrero de 2016

Una pastelería en Tokio o sobre cuando la visión poética y atenta de nuestro mundo puede ser el gran secreto de la existencia


Sentaro es un señor japonés, aparentemente antipático e infeliz, que regenta una pequeña pastelería en Tokio donde sirve dorayakis; unos pastelitos tradicionales rellenos de una salsa llamada anko compuesta de judías negras. Cada día, recibe a un grupo pequeño y regular de clientes, entre quienes se encuentra una pandilla de chicas adolescentes, que intentan conversar con él, dejando el caso por imposible; y es que Sentaro es capaz de regalarle dorayakis a cambio de que se marchen antes de la pequeña barra con la que cuenta su tienda pues parece que la presencia de las chicas le resulta insoportable. 

Una anciana de 76 años, Takue, se ofrece a Sentaro para trabajar en la pastelería después de haber leído el cartel en que se oferta empleo en su establecimiento. Inicialmente reticente, Sentaro acepta finalmente a Takue como trabajadora, tras haber probado un dorayaki hecho por ella, con un anko artesanal. 

Hasta aquí, todo podría parecer convencional y nada original e incluso un poco naif. Sin embargo, Naomi Kawase, la directora, va mucho más allá. 

En pleno siglo XXI, cuando todo parece ir extremadamente rápido, surge esta película que es un delicado elogio a la lentitud, a esa idea de "lo que hagas, hazlo bien". Imagino que algo tendrá que ver con toda esta percepción la cultura de los guerreros samurais y toda el zen budista.

La palabra zen es la traducción japonesa de la palabra china chan que deriva de sánscrito dhiana que significa "meditación". Y es que la anciana Takue es una experta practicante de la vida meditativa, del estar presente, escuchando el mundo, viviendo la existencia desde una visión poética de la realidad. Los cerezos en flor, el sonido de los pájaros, la degustación de un dorayaki cuyo anko ha sido elaborado durante horas, la gratitud, la sonrisa, la paciencia, la amabilidad y todas esas cosas/momentos y actitudes que estamos perdiendo, se presentan con extrema delicadeza a través de Tokue.

Sin embargo, Tokue no siempre fue así en su vida; seguramente, no le quedó más remedio que aprender, que decidir voluntariamente sobre el camino a seguir. Cuando Tokue cocina dorayakis o mira atentamente los cerezos es como cuando el pavo real, con su fuerte dimorfismo sexual, pasa de su longitud habitual a sus dos metros de extensión cuando luce su plumaje azul iridescente. 

¿Puede la práctica de algo que nos hace felices, hacernos olvidar e incluso ignorar por completo, aunque sea por unas horas, nuestras limitaciones físicas? Tokue está enferma pero eso no le impide ser feliz.

Te la recomiendo. Una oda a los pequeños placeres de la vida.

Lo escribe: Paz Hernández Pacheco

Twitter: @DFDLaPecera