Por fin, Sumi y Sayuri llegaron a la casita que estaban buscando. Les recibió Irene con esa sonrisa amable tan característica y auténtica. Justo en la entrada de la casa, había un dibujo en forma de lagartija hecho a base de piedrecitas incrustradas. Irene se percató de que Sumi y Sayuri se habían quedado mirando el recibidor, en concreto, la lagartija.
- Esta lagartija la hicimos Juan y yo. Nos encantan las lagartijas. Ahora os daréis cuenta.
Subiendo las escaleras de la casa, había otras figuritas de colores y artesanales con forma de lagartija. Se sentaron alrededor de la mesa e Irene preparó una infusión de manzanilla que provenía de esos paisajes que Sumi y Sayuri llevaban días recorriendo.
- Qué ventana más maravillosa, comentó Sayuri.
- Sí, es nuestra tele. Juan y yo solemos sentarnos aquí y algunas veces vemos la tele, otras contamos garbanzos y otras hacemos lagartijas.
Sumi y Sayuri no podían dejar de mirarse. Sentían que ese lugar estaba cargado de magia. Estuvieron haciendo el trabajo que les había llevado allí y luego Irene les enseñó el resto de la casita. Una habitación azul añil que Juan y ella habían pintado, una cocina sencilla con numerosos botes de cristal rellenos de hierbas del campo que usaban para infusiones o dar sabor a sus comidas y una terraza cuadrada delante de la cocina. En la terraza, Irene contó que solían disfrutar de cenas en verano, bajo la luna y contemplando la enorme dehesa que se presentaba ante sus ojos. De vez en cuando, parejas de buitres leonados rondaban por encima de sus cabezas, alejados, dirigiéndose a los escarpados roquedos situados en las traseras de su casa. Luego bajaron. En una habitación sonaba I wonder de Rodríguez. Sumi y Sayuri seguían a Irene. Allí estaba Juan, con unas gafas redondas a lo John Lennon, pintando un cuadro que recordaba al jardín de los nenúfares de Monet; en una habitación en la que pendían dos hamacas de telas de colores. Desde ellas, Juan e Irene solían contemplar el paisaje, esta vez, desde otro ángulo diferente al de la "tele" de su salón.
Se despidieron. Sumi y Sayuri salieron en silencio. Algunas lágrimas recorrieron sus caras y otras las reprimieron. Ambas habían sentido el significado de lo que era habitar un ambiente extremadamente amoroso. Continuaron su ruta con la canción que desde el principio, y durante muchos años, sería el símbolo de aquella experiencia climática. Y no precisamente por la meteorología, sino por haber experimentado un verdadero estado de clímax o eso que Mihaly Csikszentmihalyi llama experiencia de flujo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario