Era el primer verano que Irene pasaba en solitario en el pueblo. Sus
padres y ella vivían en otra ciudad que se encontraba a una hora de distancia y
ese año, sus padres tenían que quedarse allí porque el padre de Irene no tenía
vacaciones debido a que estaban haciendo remodelaciones en la plantilla y se
había acumulado el trabajo.
Irene tenía 17 años. Le encantaba ir al pueblo en verano. Tenía una
pandilla de amigos divertidos, podía ir a la piscina cada día, a veces iba a comer
paella y a tocar la flauta al campo de su amiga Patricia, donde se pasaban las
horas en los sillones situados bajo la higuera y por donde pasaban muchos de
sus amigos. Jugaban a las cartas, comían cortes helados de chocolate y
vainilla, bebían alguna cerveza, reían, se bañaban de noche en la alberca que había en el campo, hacían remolinos en el agua y eran felices. El
mundo era para ellos.
Casi todas las noches iban un rato a uno de los bares del pueblo, el
Lucas, que tenía un patio en el que muchos días jugaban a los dados y donde
escuchaban la música que les gustaba.
Irene corrió a casa, algo angustiada, con miedo de que los vecinos les contaran
a sus padres que se había recogido a las 5 de la mañana un día de diario.
Llegando a casa, se dio cuenta que no tenía llave del portón, y en bajito,
susurró el nombre de Elena, que era una vecina de arriba, amiga suya, a ver si
le escuchaba y le tiraba la llave del portón. Elena no asomaba e Irene decidió
marcharse a buscar a Patricia para dormir esa noche en su casa, pues no quería
hacer más ruido.
Para disimular, a la mañana siguiente, sabiendo que su vecina de
enfrente estaría barriendo la calle cuando ella llegara a casa, compró unas
cajas de leche en el supermercado, para simular que venía de comprar.
A mediodía, salió al patio a tender la ropa, y su vecina de enfrente le
miró misteriosa, y susurrando le dijo: “¿Y Elena?”; e Irene supo que quizá el
chollo veraniego había terminado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario