Por fin, llegó la muerte. El padre de Kira murió uno de
esos días de mayo calurosos; de esos en los que ya huele a verano en el
suroeste español. Kira hizo las llamadas de rigor durante la mañana y recibió a
dos de sus tíos; parecían llegar con la lengua fuera.
Kira había interiorizado en los últimos meses un tipo de
comportamiento algo automático – más que nada, para no preocupar al padre -,
así que, sin más, y acompañada de sus dos tíos, fueron a elegir el ataúd.
-
Te
dije que teníamos que haber venido ayer, Luz.
-
Ya
sabes cómo es tu cuñada. Creía que era una de esas llamadas más de aviso. Como
es un poco exagerada, no pensé que fuera tan importante.
Kira, que ya contaba con la mayoría de edad, escuchaba
estupefacta la conversación. Esa falta de escrúpulos tan habitual en la
familia. Esa desconsideración hacia ella. Ni siquiera tenían la decencia de
cortarse un poco en su presencia. Kira había aprendido a aceptar el hecho de
que cada uno tenía su vida, y había tratado de “bendecir con amor” a su familia
y asumir que ya nada sería igual. Es más, quizá sería mejor. Ya no tendría que
soportar ciertos encuentros familiares que le causaban hasta un poco de
alergia. Pasó por su cabeza, en un instante, esa frase mítica que el día de la
operación del padre había pronunciado otra de sus tías – “vamos a ser una piña”
– y 5 meses después, la vida misma le dio la respuesta. Ya hablaría de esto con
su querida hermana.
Optaron por una caja solemne, sin adornos ni florituras,
como le hubiera gustado a su padre. Volvieron al hospital, donde la madre de
Kira estaba con una bajada de tensión, que se le pasó con la típica postura de
las piernas para arriba. Llegó su amiga Sayuri y fueron a tomar un helado.
Luego, traslado de féretro – el padre había muerto en un lugar diferente a
donde sería enterrado -, misa – con toda la familia paterna vestida de negro
riguroso – y entierro.
El sonido del cemento que sellaría la lápida, y que
marcaba el límite entre el mundo exterior y ese otro mundo interior en el que
estaría el padre para los restos, permanecería ahí, en su cabeza, para volver a
ser vivido una segunda vez y no vivirlo más. Kira decidió que no volvería a ser
testigo de esa escena en la que un enterrador, de cualquier cementerio perdido,
hacía su trabajo mecánicamente y sin delicadeza – por cuestión de eficiencia –
mientras el resto de apenados lloraba una pérdida.
Y ese año, como ya podía intuirse, y por primera vez, en la cena de Nochebuena,
eran únicamente tres.
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