viernes, 11 de febrero de 2022

La estancia vacía o sobre cuando Michi Panero decidió terminar en el útero materno

Una de las primeras entradas de este blog fue la relativa a la película documental "El Desencanto" de Jaime Chávarri, que fue rodada en el año 1976. Al cabo de veinte años, se rodó "Después de tantos años" de Ricardo Franco. Creo que quedé más tocada con esta segunda. Excesivamente demoledora.

Esta tarde he estado viendo "La estancia vacía" de Miguel Barrero e Iván Fernández, rodada en 2007. Twitter, en ocasiones, te ofrece sorpresas agradables y el otro día, un tuitero respondió a un pequeño hilo de frases míticas de los hermanos Panero, haciendo alusión a esta película que era ajena a mi; el maravilloso e infinito mundo de Internet - idea en la que coincido con Escohotado - me ofreció la posibilidad de verla. Resulta que está en youtube. Puede verse aquí

La película

En el año 2002, Michi Panero, que por entonces vivía en Madrid y padecía diabetes y cáncer, decidió volver a Astorga. Básicamente, a morir allí. Hecho que ocurrió en 2004. 

La película realiza una revisión de la figura de Michi Panero en boca de personas que le conocieron toda la vida y de los que estuvieron en su última etapa en Astorga. Destaco el testimonio de Angelines Baltasar. Ejerció el papel de lo que en aquella época se conocía como "tata". Estuvo presente cuando Leopoldo y Felicidad eran jóvenes y cuando los 3 hijos eran pequeños. Con ellos hasta dos años después de morir Leopoldo padre. Luego se casó y dejó a la familia. No obstante, en las idas y venidas de la familia desde Torrelodones a Astorga, Felicidad solía llamar a Angelines para que arreglara la casa para cuando ellos fueran. 

En el momento del Desencanto, aunque Jaime Chávarri quiso que Angelines apareciera en la película, ella se negó. Le pareció una deslealtad que hicieran esa película y arremetieran indiscriminadamente contra el padre. Dice ella que Leopoldo y Felicidad eran de las mejores personas que había conocido; que Leopoldo no era malo como lo pintaron. Y es que, al final, parece que tenemos que hacer caso a nuestros mayores. Resulta que Michi Panero confesó años después estar muy arrepentido de haber rodado el Desencanto. Y podemos hacernos una idea más aproximada sobre el por qué, a través del testimonio de su amiga Mercedes Unzeta. Una poeta que conoció bien a Michi. Su testimonio también me ha resultado ser muy esclarecedor. Michi convertido en un personaje atrapado en su apellido. Michi rodando un reality show que se le fue de las manos. 

¿Por qué volvió a Astorga? Huyendo de la soledad madrileña y de la precariedad. Sin embargo, en Astorga, también experimentaría esa soledad. Aunque allí está Angelines, con quien se reencuentra. A ella le pide que le ayude a buscar un alojamiento. A ella es a quien puede llamar a cualquier hora del día si necesita algo. Básicamente, Angelines terminó siendo su cuidadora. Michi buscando en ella una sustituta de su madre muerta. 

Por el documental, también pasan el alcalde de Astorga, la mujer que fue su médico durante su estancia en Astorga y un amigo nuevo poeta que se hizo en esa etapa. Ángel García Alonso. Además, pasa también por la película un periodista que se había acercado a ellos a través de su obra literaria, y que más tarde descubriría el desencanto y toda esa otra parte más dramática de la familia. Por cierto que, personalmente, el testimonio de este periodista es el que menos me gusta. Percibo mucha insensibilidad en él pero a lo mejor es cosa mía. 

Interesantes, también, esas especificaciones iniciales que realiza el alcalde de Astorga sobre la figura de Leopoldo Panero. Su regreso de Londres, su encarcelamiento y el estigma que se le generó como "poeta del franquismo" de manera inexacta. La madre de Leopoldo, cuando éste estaba encarcelado, se encuentra en Salamanca con Miguel de Unamuno y a través de Carmen Polo, que era prima de la madre, Leopoldo es excarcelado en noviembre del 36 e inevitablemente, se une al ejército. La escritura de "Canto Personal" también incide en la generación de ese estigma por la defensa del Régimen. 

Curioso eso que relatan sobre que cuando murió Leopoldo, ni Michi Panero ni Leopoldo María Panero vertieron ni una lágrima. Me pasó lo mismo en la muerte de mi padre al que no lloré hasta 8 años después prácticamente. Sí que en la entrada de El Desencanto había recogido esa parte en que Juan Luis describe cómo iba con sus mocasines rojos y una vecina le espetó eso de "Para qué corres Juan Luis si tu padre ya está muerto". Ahora, la muerte de Leopoldo la relata Angelines desde su punto de vista. Felicidad le pidió que le subiera una manzanilla. Leopoldo empeoró y Felicidad le pidió a Angelines que llamara al médico y éste le dio 2 valium para que se durmiera y vaya que si se durmió. Del valium a la eternidad. 



Michi fue encantador, noble, educado, amante de la cultura, ansioso incluso de hacerse amigos o entrar en algún grupo en Astorga con quien poder intercambiar y conversar sobre cultura, política y otros temas. Un alma sensible revestida de ironía fina y caparazón de gentleman. 

Su amiga dice que las mujeres fueron su perdición; y es que, quien está necesitado de cariño y ternura, fácilmente, se "agarra a un clavo ardiendo". Dicen que tal vez le gustaba ir de perdedor, y lo entiendo. Es esa atmósfera y actitud que adoptan determinados "bohemios". ¿Pereza o agotamiento? Recuerdo cuando Felicidad relataba que sabía que la literatura podría ser la perdición de sus hijos. Quién sabe. Sí que comparto la idea de su amiga sobre que, posiblemente, quedó atrapado en su apellido. 

Qué maravilla el final. "Tierra Baldía. Buscando a Eliot", de Michi Panero. Lo comparto por aquí: 

En la infancia, lo imagino o lo recuerdo, Astorga era la isla del tesoro, lo que soñábamos los interminables días del colegio, los amaneceres con los ojos casi cerrados cuando, esperando el autobús escolar, apretábamos en la mano aterida los libros que nunca llegaríamos a comprender del todo, ni para qué servían aquellas densas páginas cuando, aún felices, en mi familia contábamos con cuatro bibliotecas, usadas por todos, viejas y resplandecientes, únicas, propias e intercambiables, donde se mezclaban libros de viajes fantásticos, Verne o el más pedestre Salgari o, simplemente, Superman salvando milagrosamente la caída de la torre de la catedral de Astorga, aquel referente nebuloso que luego, en la adolescencia, me recordaría a las películas de catástrofes. Aún ahora, la cicatriz de la torre herida es espejo -ojalá- de mis propios desperfectos, de la devastación del tiempo, del oculto remiendo o el maquillaje forzoso al que nos hemos ido sometiendo para intentar engañar al vaho en los cristales, al eco de los juegos del hoy derruido. Dejar que las cosas se caigan, hasta la propia historia, parece abnegada costumbre en este territorio en penumbra, que solo acepta con placer el brasero y los platos regionales. Jardín en el que fui feliz, y reí o lloré de alegría con gente que parecía hecha para dejarse retratar allí, bajo las lilas, en primavera aún. Se conservaban imágenes de aquella casa condenada, parece, al odio, al rencor gratuito y al abandono, no son gratos los tiempos felices que pasaron.

Los ancianos espíritus de unos imaginados indianos, la única raza aventurera que cruzó el infinito de aquel jardín aunque solo fuera para tener bandera propia -la que la miseria les había negado, oscuro paisanaje- dejando atrás la solitaria y erguida palmera de todos los jardines indianos, casi un tópico apenas dibujado entre la hierba.

Fuera de la ciudad existirían otros mundos alejados de los estrechos límites de aquellos muros, los muros que conservaban ecos de persecuciones, odios, envidias entre visillos.

Cae ahora el murmullo de la lluvia sobre unos y otros, cae la nieve, y se oscurece hasta el sonido de los pájaros, mientras se siguen escuchando, tercamente, las campanas de la catedral, que suenan casi sardónicas. La catedral que, lo queramos o no, ha sido la única pieza inmóvil de un tablero de ajedrez húmedo y expectante en donde yo, imperceptiblemente, iba sintiendo cómo se derrumbaban reyes y altas damas, y espectadores del drama.

Así nos fuimos convirtiendo en madera tallada de un jardín de los cerezos desconocido, moviéndonos, perplejos y sonámbulos, como niños que lloran el final de su sueño, esperando, sin intuir que todas las historias de la historia tienen un único último acto, un final malo, en el que los protagonistas de la obra terminan su monólogo al borde de un barranco o, en este caso, de un palomar derruido, entre encinas salvajes, castaños devastados o uvas que ya no son ni de la ira.

Con frecuencia se cita la inviolable memoria de una persona, mi padre (por azar o necesidad poeta y, a veces, excelente poeta), que tuvo a bien ignorar, más bien frivolamente, las bestialidades que sus amables paisanos cometieron, con la impunidad de una época africana y siniestra, con su persona. Incluso, ya muerto el protagonista, con la muda presencia de una barata estatua que ha resultado estar hueca y revestida de hormigón, una nada borgiana estatua de arena, último sarcasmo de la iconografía, algo fallera, de su ciudad natal (y pese a todo amada): extraño orgullo leonesista (¿y eso qué es?) para coronar a un hombre que vivió soñando que todos eran, en el único sentido de la palabra, eternamente buenos; pensamiento de un cristiano viejo, disculpar, incluso más allá de la tierra y del viento, todos los agravios, las denuncias, las cárceles, las dudosas personas que pese a elogiarle siguen empeñados en ignorarle. Solo hay que pasearse sin melancolía por la calle astorgana que lleva su nombre, atisbar su casa de cristales rotos, flores marchitas o hiedra salvaje con la fuente seca y despintada, mostrando sin pudor la herrumbre, mientras no tan lejos se escuchan los rumores sobre cómo especular- mal- con aquellos terrenos, cómo hacer que coexistan -idea que seguramente no se le habría ocurrido ni a André Bretón ni a todos los firmantes juntos de los manifiestos del surrealismo -con un parvo museo del chocolate: quizá un último homenaje o un guiño malintencionado a vicios familiares más recientes.

Es evidente que aquí la imaginación nunca llegó al poder, y que bajo los adoquines de la calle Leopoldo Panero no se escondía el mar, ni una simple y muda caracola. El único rumor que se intuía era -y es- el de una hormigonera analfabeta e insaciable y la visión romántica de dos o tres albañiles en estado catatónico que, pertrechados para una escalada a las cimas de la poesía, observan, sin entender nada, el paso del tiempo, ese niño de Heráclito que no para de jugar a los dados inútilmente mientras se deshace la nieve, titubeante, sobre un apellido que se acaba.

Mejor no entender nada, ni aparentar hacerlo. No intentar descifrar mi propia historia ni la historia de España, con su denso mapa de barbaries, de mal gusto, de desprecio y vasos de duralex. Quizás sea mejor la destrucción, el fuego. Al final en este país no se rescata nada, puesto que todo está basado en el olvido, en la anécdota y en la banalidad. Tristones artículos como este -y que conste que alguno ha pasado por mis ojos- son perdonados porque se saben ineficaces, torpes o invisibles, amarillo papel para justificar no se sabe qué, un estúpido prestigio de patio de colegio, de barriada pobre.

Entrada escrita por: PAZ HERNÁNDEZ PACHECO - pazhernandezpacheco@gmail.com 



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